Venganza en Sevilla by Asensi Matilde

Venganza en Sevilla by Asensi Matilde

Author:Asensi, Matilde [Asensi, Matilde]
Format: epub
Published: 2010-03-26T20:28:53+00:00


29 De hecho, la palabra «banquero» no existía en aquel tiempo. Las funciones de préstamos y créditos las realizaban los «compradores de oro y plata». Véase «Los mercaderes sevillanos y el destino de la plata de Indias» (Boletín de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, Sevilla, 2001), de Enriqueta Vila Villar.

mi palacio y, así, ésta pudiera estar lista y colocada antes de la fiesta. Inmediatamente le envié, junto con una nota de agradecimiento, un regalo apropiado, una estatua de bulto de un Cristo grande de marfil que formaba parte del legado de los condes de Melgarejo, anteriores propietarios de mi palacio, y supe, por un criado que me despachó de vuelta, que el presente había sido muy de su agrado aunque lo consideraba innecesario pues todo lo hacía para su propia satisfacción y la de sus hermanas, que en tan grande estima me tenían. Del monto que me cobró por las rejas mejor no hablar, pues lo único en verdad importante era que, aquella noche, mi palacio resplandecía como el oro y deslumbraba por su belleza a toda Sevilla y a mis invitados, tanto a los Medina Sidonia como a los Bécquer y los Cabra. No podría haber deseado un resultado mejor.

Todo llega en esta vida y, poco antes de la cena, tras recibir los saludos y respetos de la mayoría de mis invitados, apareció ante mí, acompañado por don Luis, un hidalgo de noble porte, alto y seco como los que gustan de las mortificaciones, en cuyo avellanado rostro campeaban un bigote entrecano y una perilla casi blanca. Tras él, a dos pasos, un anciano de prominente estómago al que parecía irle a estallar el coleto de tan gordo como estaba, sonreía con aires de condazo o caballero te, entrecerrando mucho los ojos turnios que se le perdían en la cara. Al lado de éste, una matrona silenciosa, vestida con una saya entera de rica tela púrpura cuyo cartón le aplastaba y alisaba el pecho, empujaba sus ricos collares hacia adelante con otra descomunal barriga igual de inflada que la del anciano.

Don Luis, mi solícito caballero en aquella espléndida y brillante fiesta, hizo las presentaciones, mas éstas resultaron ociosas pues Fernando Curvo era tan parecido a su hermana Juana que, de no ser uno hombre y otra mujer, hubieran podido hacerse pasar por la misma persona, de cuenta que lo hubiera reconocido allá donde lo encontrara, y, por más, Fernando poseía la misma dentadura perfecta y blanca que, a lo que se veía, era atributo y seña de los hermanos Curvo: sin agujeros, sin manchas del neguijón, sin apiñamientos, algo de lo que ningún otro invitado de mi fiesta, ni siquiera yo, podía presumir.

Aquél era el hombre, me dije escudriñándole atentamente, que había hecho juramento ante la Virgen de los Reyes de matarme él mismo con su espada según me había relatado mi padre. El tan solícito caballero que había puesto a mi servicio sus fundiciones y sus maestros para fabricar mi rejería y que ahora se inclinaba



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